sábado, 25 de febrero de 2012

Verosimilitud de un mundo delirante

La Guerra de Malvinas, los desaparecidos, la intemperie posterior a la crisis de 2001. Estos tres tópicos de la literatura argentina son aquí revisitados desde la irreverencia. Un humor feroz y por momentos revulsivo atraviesa los cinco relatos de este libro.
Por Silvina Friera

El mundo es un tembladeral, un naufragio de ruinas sobre ruinas. Lo insólito, en un futuro cercano, segrega la forma tranquilizadora de lo cotidiano. La maquinaria de la muerte inocula en los adultos dosis de anestesia generalizada. El funesto estribillo del pasado –“por algo será”– se reeditará con las astillas de una frase análoga. Como casi siempre, las responsabilidades se esquivarán. “La culpa fue del tiempo, nosotros conocemos nuestros deberes”, piensa un padre de familia que recoge el cadáver de una mujer en la calle y lo despliega en la alfombra del living de su casa, para dictar una siniestra “clase práctica” a sus hijas. Los chicos y las guerras (Mil Botellas), el primer libro de cuentos de Bruno Petroni, semblantea las herencias, esos fantasmas que se erigen como nubes en el horizonte, con un tono sarcástico. En vez del inventario de reproches o el surfeo por la previsible queja, la narración gana la partida al extremar la carcajada, lo revulsivo y grotesco.


“Un pendejo con poca conciencia política.” La frase cifra las sensaciones del adolescente que fue. Petroni, escritor y docente en literatura nacido en 1984, es sujeto y objeto de su ironía. Repite “pendejo”, como quien da vuelta de una vez y para siempre las páginas del diario de su vida en diciembre de 2001. “Me recuerdo en la calle, viendo todo con mucho asombro y con cierta carcajada. Lo que estaba pasando no era en serio, me parecía parte de un juego –cuenta a Página/12–. Me encanta la risa que propone la revista Barcelona; es una carcajada muy lúcida, un humor muy crítico. El poder de la risa es que te pone incómodo y te lleva a preguntarte de qué te estás riendo. Y ahí se genera pensamiento.” Los cuentos de Los chicos y las guerras son artefactos pulidos en el arte de aguijonear. Una introducción, a modo de prólogo, presagia el efecto que desencadenarán los relatos: “Se dice que Brenda Spencer, a los catorce años, le pidió a su padre una bicicleta para Navidad. Se sabe que su padre, para esa Navidad, le regaló un rifle. Cuando Brenda mató a los chicos de la escuela de enfrente de su casa tenía 17 años. Las guerras habían terminado y estaba aburrida”.

Un joven fue feliz hasta el día en que se declaró el alerta nuclear en Japón. La felicidad se pierde como se pierden cien pesos –dirá–, con la inminencia del apocalipsis gatillando el desencanto. Otro joven, en medio de una orgía sexual promovida por el Estado, es carne de cañón de una fantasía “fronteriza” con una empleada doméstica insaciable. La violencia es hija del tedio. Ahí están los parientes porteños de Brenda Spencer, en los últimos dos relatos encadenados, jóvenes que cuerpean al tiempo tomando alcohol y fumando, mientras la abuela de uno de ellos balbucea las migajas de una memoria averiada. De esa atmósfera sórdida y arrebatada, emergen dos tajos que atraviesan la historia familiar de generación en generación: un padre desaparecido en Malvinas, una madre muerta. “Hay en mis cuentos ciertas cosas muy deformadas de lo autobiográfico –plantea Petroni–. Quizá encuentro lo personal más en ‘Japón’, que es el último que escribí. En los otros cuentos estaba sumamente enamorado del artificio y de un procedimiento bien extraño y más alejado de lo cotidiano. La idea era incorporar lo biográfico, pero de un modo deformado, con mucha conciencia de no intentar caer en el diario íntimo que lo pueda entender solamente yo”.

La escritora y crítica literaria Elsa Drucaroff subraya que la escritura de Los chicos y las guerras “crea mundos delirantes aunque coherentes, tramas extrañas pero horrorosamente verosímiles”. Y agrega que las risotadas literarias de Petroni reflejan “una juventud angustiada por la intemperie, que aprendió que el mundo legado de los padres es un rifle hirviente, una granada a punto de explotar”. El escritor dice que ahora la perspectiva del país ha cambiado. “Antes sentía que lo que sucedía me era ajeno, que si me moría mañana todo seguiría igual, que no tenía mucho que hacer por acá. Mis personajes viven en esa baba que quedó del menemismo, pasan el tiempo de maneras insólitas, se divierten con la violencia. Ni siquiera creo que sean personajes cargados de maldad; están, como pueden”.

–El problema es, como dice uno de los jóvenes, que en un momento se toman el juego demasiado en serio.

–Sí. Lo tremendo es tomarse la cosa en serio. En el cuento “Los chicos y las guerras”, el personaje se da cuenta de que están jugando con la abuela y ahí se arruina todo. Un juego se sostiene en la creencia a ciegas de que es un juego y hay que ganarlo. Ese juego para pasar el tiempo, que les da sentido a esas vidas, se quiebra cuando se lo toman en serio.

No hay posibilidad de arroparse en la inocencia. El escritor se encoge de hombros y en el cuenco exacto de su mano condensa la hipótesis de uno de sus cuentos. “Qué pasaría si se lleva el juego de la libertad sexual al extremo y se promueve lo que siempre ha estado vedado: la fiesta sexual. ¿Estamos preparados para cortar con los tabúes sexuales? Da un poco de miedo al principio, pero sirve para detenerse y pensar”, advierte. La Guerra de Malvinas, los desaparecidos, la intemperie posterior a la crisis de 2001... tres tristes tópicos de la literatura argentina, revisitados desde la irreverencia de Petroni. “Indudablemente estos temas repercuten en el presente; la cuestión es de qué manera se puede captar algo que tenga validez para hacer una crítica. Creo que sólo es posible desde la carcajada feroz. Siempre me hago una pregunta: por qué ir hacia Malvinas si yo nací después, si no tengo un ex combatiente cercano muerto. La única respuesta provisoria es que hay algo ahí que quedó flotando y que genera que un montón de escritores vuelvan hacia Malvinas”.

Petroni celebra el clima de “libertad irresponsable” de su primera experiencia con la ficción. “Tenía ganas de escribir, éste era mi delirio y no tenía ninguna soga que me estuviera tirando del cuello y me dijera: ‘la cosa va por acá’. Eso funcionó: no me importó para quién escribo ni si se publicaría, ni qué pasaría. Esa libertad que me dio el hecho de que nadie estuviera esperando nada de mí también tuvo su contrapartida: el peso de la indiferencia absoluta. Por momentos, reconozco, fue tremendo para la autoestima. ¿Para qué estoy haciendo esto si no va a pasar nada? Un escritor no escribe sólo para que lo lean sus amigos”.

Nota publicada en el diario Página 12, el sábado 25 de febrero de 2012.

lunes, 13 de febrero de 2012

La pesada herencia

libros

La pesada herencia

En los cuentos de Bruno Petroni, una mirada noir y un humor sin ataduras permiten registrar la influencia del universo de los adultos sobre la esfera de la infancia.

Por Martin Kasañetz

Los chicos y las guerras es el segundo libro de la nueva colección de cuentos Brindis que, en una edición que cabe en la palma de la mano, llega para demostrar que el tamaño realmente no importa. En estas breves páginas, Bruno Petroni –docente de literatura, autor de artículos y algunos textos de antologías– demuestra con trabajada contundencia narrativa afilada que la unión de mundos dispares resulta una fórmula provocadora que apela a los sentidos más profundos del lector.

Los mundos de la niñez y de la juventud se ven invadidos por la perversidad de ciertos adultos que, atravesando su halo de inocencia, los transforma en algo que los corrompe profundamente y para siempre. Siguiendo esta premisa de fusionar, Petroni comienza el libro con el cuento “Cambalache”, donde a través de un texto que nunca altera su ritmo –ni siquiera para describir la alarmante historia que relata– muestra a un padre de familia que, en un futuro no identificable pero cercano, recoge el cadáver de una mujer en la calle para brindar una clase práctica a sus pequeñas hijas: “Una vez desnudo el cadáver, lo giro 45 grados hacia la izquierda dejando la herida a la vista de las Nenas y mi mujer. La sangre forma una costra. El color amarillo domina todo el orificio –¿Qué es lo primero que tenemos que revisar? –pregunto. –Sifueviolada sifueviolada –me responden las Nenas Cambalache, unísonas”. El sarcasmo es otro de los materiales con los cuales Petroni construye esta historia deliberadamente trash.

Los personajes juveniles de los cuentos de este libro parecen estar siempre descuidados por los adultos, ya sea por presencia perversa o simplemente por abandono. En el cuento “La Fiesta de San Amor de Buenos Aires” –original relato que juega con la religiosidad de falsos pasajes bíblicos y la sexualidad de un joven llamado Onán–, una gran orgía que se desarrolla entre los adultos de la ciudad deja al muchacho, aún virgen en su casa, bajo los dominios de la fantasía, pero de una manera muy particular, transformando a su empleada doméstica en una diosa sedienta de sexo que lo envuelve en sofocantes pensamientos.

En Los chicos y las guerras, la idea de la repercusión de los hechos de la vida adulta sobre la realidad de los jóvenes también es entendida como el peso del pasado social sobre las nuevas generaciones que lo absorben construyendo así una estructura violenta apuntalada por la ausencia y la muerte. En el cuento que da nombre al libro, un grupo de jóvenes fuma y toma alcohol mientras la abuela de uno de ellos duerme en el piso de arriba. El aburrimiento dará lugar a una historia violenta que explicará las heridas familiares aún abiertas que incluyen un padre desaparecido en la guerra de Malvinas y una madre fallecida: “La abuela se deja acostar en la cama. Los chicos la desvisten, el Negro le levanta el camisón desde las piernas, aprovecha y al pasar le roza la piel rugosa con la yema de los dedos. La abuela siente pero no dice nada porque sabe cómo es la cosa”.

Este libro de cuentos apela por momentos al grotesco pero sin perder el humor, inclusive en los pasajes más desopilantes y noir. Petroni demuestra con excelencia desde diferentes historias que la felicidad –o para ser menos pretenciosos, su hermana menor, la alegría– se construye desde los cimientos más justos de una sociedad y no sobre los conflictos no resueltos de una herencia siniestra.

Nota publicada en Radar libros de Página | 12, el domingo 12 de febrero de 2012.

lunes, 6 de febrero de 2012

miércoles, 1 de febrero de 2012

Báñez, un narrador lúcido, sarcástico y provocador

Por Jorge Boccanera

La reciente aparición del libro El circo nunca muere del narrador platense Gabriel Báñez, pone a circular el único libro de cuentos de este escritor que supo retratar los costados sórdidos de la realidad con ironía extrema y personajes al límite del grotesco.
Bañez, quien nació en La Plata en 1951 y se quitó la vida en esa ciudad en 2009, se inició en 1975 con la novela Parajes, a partir de la cual desarrollaría una producción sostenida que comprende una decena de novelas más, entre ellas El capitán Tresguerras fue a la guerra, Hacer el odio, Paredón, paredón, Virgen y Cultura.

Si bien hay quienes afirman que fue un autor poco leído, varios de sus textos fueron traducidos, galardonados en premios nacionales e internacionales -su novela última, La cisura de Rolando recibió en 2008 el Primer Premio de Novela Letra Sur- e incluso llevados al cine.

Editado por Mil Botellas, El circo nunca muere recoge los escasos relatos escritos por este autor lúcido, diestro en el manejo del humor negro y la parodia, cuyas franjas de escepticismo expresaban el desacomodo de sus personajes y seguramente el suyo propio.

Ramón Tarruella, también narrador y responsable de la editorial Mil Botellas, cuenta que para hacer posible este único libro de cuentos de Báñez debieron reunir textos dispersos en revistas culturales, aunque el relato que da título al libro ya había salido en 1992.

"El circo nunca muere" es una historia de amor original. El intento de un hombre que agota hasta el último recurso para quedarse con la mujer que ama. Lo escabroso se solapa por el mismo amor del personaje, Mc Cornick; de allí la maestría narrativa de Báñez: soslayar la parte morbosa desde los mismos sentimientos”, relató a Télam.

El escenario es un circo abandonado cuyos restos ocultan una historia que Tarruella define como “despareja, genuina y trágica; un bellísimo relato contado es forma lineal, sin destellos poéticos. La poesía está en los mismos gestos de los personajes. Es el amor, a secas”.

Báñez, agrega el editor, “no es un autor para leer desprevenido, es provocador. Un escritor con claves propias que esfuerza al máximo el límite de la tolerancia y la cordura de sus personajes”.

Tarruella sostiene que en la narrativa del escritor existe una búsqueda por “desconcertar, salir del lugar común, y sobre todo tratar temas ríspidos desde enfoques inciertos, inquietantes. No es un autor para leer desprevenido. Obliga a pensar desde otra arista los temas que trata”.

De los títulos de Báñez, el editor dice que Hacer el odio, Góndolas y Cultura son sus preferidos: “En Hacer el odio el personaje, que no alcanza la voluntad de ser torturador ni pertenecer a un grupo de tareas, se conforma con atormentar a su novia judía”.

“Este libro puede compararse con grandes novelas como Villa de Luis Gusmán y Dos veces junio de Martín Kohan, comparten personajes que no son victimarios pero contemplan la acción del verdugo y toman conciencia de eso, de a poco. Es ese gris que tanto molesta y que tanto cuesta retratar, analizar”.

Por su parte Góndolas-–agrega- “es una novela corta donde se repiten temas recurrentes como el poder de las instituciones y el sexo como seducción y/o represión. Mientras que en Cultura retrata con un tono neutro, kafkiano, un panorama parasitario: el ambiente cultural desde el Estado. Báñez elude la importancia de la trama; se preocupa por exponer ese clima oprobioso, gris”.

La novela desnuda la hipocresía de los ámbitos institucionales, burocráticos, solemnes: la lucha por el poder y una suma de impostaciones resuelta en la cuerda de la ironía y el sarcasmo.

Esas marcas retrotraen a Tarruella a una entrevista realizada a Báñez en 1996: “El decía que el grotesco era un paso más del escepticismo, una visión más fondo que permite reírse de sí mismo. A ese tono kafkiano que le permite correrse del realismo, le agrega el humor tan particular en Arlt, de personajes trágicos pero sin tragedia”.

En las páginas de Cultura parecieran deslizarse algunas claves autobiográficas del autor: un personaje escindido (llamado Ibáñez) y una repetida alusión a la depresión y al suicidio.

“Fue una señal de algo que lo saturó. Sin embargo continuó en esos lugares ‘impostados’. El mismo se decía como editor de La Comuna un impostor. Es la crítica de alguien que estuvo dentro, transitó por esos pasillos y compartió eventos con esos personajes que detestaba”, asegura Tarruella.

“El título solemne de Cultura es un indicio de la insignificancia de ciertos términos cuando el Estado y las instituciones caducas se los apropian”, acota.

Cultura es una gran novela y también un gesto que, a mi modo de ver, anticipó su suicidio. Fue, como se dice, ‘patear el tablero’. Yo creo que, de alguna manera, cuando decidió editar esa novela, también opinó, dio su veredicto de una ciudad que él veía como clausurada, cerrada”, explica eleditor.

“Esa contradicción -agrega Tarruella- la resolvió en la novela convirtiendo en absurdo el rol estatal -lleno de ‘fisuras y fallas’ como solía decir- en algo perenne, justamente estático, lo contrario a cómo veía la escritura. De alguna manera, también estaba dando por cerrado su intento de conciliarse con ese ambiente y esos personajes”.

Tarruella encuentra vecindades entre la narrativa de Báñez y textos-sobre todo en el humor- de autores como Roberto Fontanarrosa y Boris Vian, también cita a Leopoldo Marechal: “En el tono irónico, aunque Báñez posee una prosa más llana, más norteamericana, coloquial”.

Por último, tras mencionar que entre el material inédito que habría dejado Báñez figura una novela titulada Jitler –“así, con jota”-, brinda Tarruella un recuerdo de cercanía: “Báñez fue muy importante para mi formación. Fue el editor de mis dos primeros libros y me impulsó a coordinar talleres literarios, un espacio donde aprendí y aprendo muchísimo”.

Nota publicada en Télam, el domingo 29 de enero de 2012.