sábado, 22 de septiembre de 2012

REVISTA NO RETORNABLE

Los Chicos y las guerras de Bruno Petroni (Mil Botellas, 2011) 
Por Alejo González
 
Los chicos y las guerras, primer libro de cuentos de Bruno Petroni, no parece, a primera vista, fruto del ensayo de reunir en un mismo volumen el material homogéneo, orgánico de un trabajo de escritura. Da la impresión, más bien, de ser el resultado de una selección de cuentos valorados por el escritor, que, una vez reunidos y solo a partir de ese momento, pasan a trabajar conjuntamente en pos de la obra. Muy probablemente, el fundamento de este efecto de autonomía haya que buscarlo en la originalidad de los distintos relatos que acumula sin ripios la obra. Esto, por lo menos, como efecto de una lectura inicial. Una segunda y más cuidadosa mirada sobre la serie de cuentos nos revela, no obstante, la existencia de una matriz que atraviesa toda la obra orgánicamente y, bajo la forma de un binomio, cohesiona la operación que suministra parte importante de la eficacia narrativa: la literatura y el mal, podríamos arriesgar. Es así que, a medida que leemos, el sadismo, la necrofilia y la gratuidad de la violencia se nos revelan en la narración como formas de una perversión que se enquista en ambientes ya de por sí enrarecidos, todos ellos marcados en su corte por el filo de una risa que se emite entre dientes o, mejor aún, a regañadientes y que, sumida en la incomodidad, nunca termina de encontrar su lugar plácido entre los labios. Risa y tragedia, siguiendo una línea fuerte en la tradición de nuestra literatura. Por otro lado, en el plano de la narrativa de postdictadura, la tragedia de un pasado reciente que se sumerge en el delirio enfermo y en el horror de la experiencia nos retrotrae a las Las Islas, de Carlos Gamerro. Quizás, en una filiación de escrituras y propuestas, este sería el antecedente más justo para cuentos como “Los chicos y las guerras” y “Lunes”. En otro sentido, el que va del desencanto a la lucidez, podríamos pensar en un libro de cuentos como El núcleo del disturbio, de Samanta Schweblin. En sus ensayos sobre la literatura y el mal, Blanchot nos dice que la afirmación de la esencia de seres finitos como nosotros se da a partir de la transgresión de los límites para nuestra conservación. Esa transgresión, por otro lado, si se propone realmente el mal, no puede buscar en sí ningún beneficio o provecho; como resultado, solo puede existir el goce de la destrucción contemplada. Al ritmo de una narrativa desopilante, “Cambalache” ficcionaliza la perversión que subyace el imaginario colectivo de la clase media en lo que concierne al fenómeno social y mediático de la inseguridad. El horror de un asesinato en la vía pública se convierte dentro del núcleo familiar en el objeto pedagógico de la ciencia. Una familia se reúne en torno a un cadáver desnudo para extraer enseñanzas sobre la moralidad de la víctima. La tensión sexual necrofílica entre padre-cadáver-madre, el discurso clínico-moral del padre, la voz infantil y festiva de las hijas que aprenden de la disección del cuerpo bajo la promesa de un sugerente premio; todos estos elementos tensan un relato donde el horror de la muerte, con la disección del cadáver, de la objetivación positivista del cuerpo, toma la forma de la transgresión y de un goce que busca atravesar la mirada del lector hasta contaminarla. El resultado: una destrucción que contemplamos y, en la misma operación, nos contempla. Como si quisiera partir el libro por la mitad, “Japón”, tercero de los cinco cuentos del volumen, representa también un punto de quiebre narrativo en tanto que busca desplegar una reflexión meta-textual problemática, cuestionadora respecto de los fundamentos de la narrativa que se instala a lo largo de Los chicos y las guerras. Un tsunami ha sacudido el Japón, le cuenta un amigo al protagonista, quien, inmediatamente, como su narrativa, sale a ver qué pasa. Y, entonces, la mirada que se desata sobre la catástrofe natural y también sobre toda su realidad circundante irrumpe como un cuestionamiento al esquema de risa y tragedia del motor narrativo. Aquí, el tono cambia: …”quizá fue ahí que confirmé que yo no podía seguir haciéndome el boludo, reírme de todo y escribir sobre nenes que matan perros, que si el mundo acababa yo tenía que morir amando a alguien, tanto como para escribirle un mensaje en medio del tsunami.” La felicidad y la risa, resultan desde este momento imposibles. El cuento toma la forma de un policial psicológico que va tras la pista de la felicidad extraviada y en el centro de esa búsqueda se sacude como tentación la posibilidad de una nueva poética: “En la tele decían que el argentino desesperado recibió un mensaje de texto de su mujer que decía: ´Es un terremoto terrible, te amo´.” Ante el alter ego chabón que representa su amigo, el protagonista admite que es un mensaje de texto “bellísimo”. Para nuestra sorpresa, el comentario jocoso o negro nunca llega, el patetismo no se quiebra, defraudando así toda la línea trazada por cuentos anteriores y posteriores del libro. Es precisamente ahí, en ese diálogo estético que Los chicos y las guerras entabla consigo, donde la narrativa de Bruno mejor se abre a una búsqueda necesaria y también, prometedora. 

Reseña publicada en la revista No retornable Nº 13 del año 2012.

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